En una cerrada tarde comenzó a llover. El cielo gris azulado
se mostraba como una enorme manta extendida sobre nuestras cabezas sin una sola
arruga. Todo estaba iluminado por una luz tenue, la poca que las nubes dejaban
pasar a través de ella. El estaba tumbado en su cama y no quedaba pan y el
tiempo no acompañaba a su labor. Su brazo comenzó a extenderse, se alejaba cada
vez más y más. Ya había sobrepasado la distancia normal que un brazo se separa
de un cuerpo. La mano abrió la puerta continuó extendiéndose a través de las
escaleras. Salio a la calle. Torció la esquina y siguió calle arriba hacia la otra esquina.
La lluvia sobre la piel hacia que los pelillos del brazo se erizaran del frío. La
mano se acercaba a su destino. Entro en la panadería y cogió una barra. En ese
mismo instante se encontraba comiendo un rico asado mojando el pan en la salsa.
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